Sofística, retórica y filosofía

Sofística, Rhetoric and Philosophy

Raúl Cuadros Contreras
Corporación universitaria Minuto de Dios, Bogotá - Colombia
E-mail: rcuadros@uniminuto.edu

Recibido: agosto 5 de 2013
Aprobado: octubre 7 de 2013


Resumen

En el texto se presenta a la sofística como precursora de la filosofía práctica, y se la reconoce como anticipadora del pensamiento aristotélico. La vía por la que se muestra dicha relación es el reconocimiento del papel primordial que esta concede al lenguaje y en especial al que adquiere la forma de discursos que buscan persuadir, a la retórica como piedra angular de la formación ciudadana en cuanto preparación para la vida pública. De esta manera se reconoce la importancia que la retórica tuvo para la filosofía en sus orígenes, y cómo perfilaba otra manera de entender la racionalidad, no como teórica sino como práctica. Después se pasa a mostrar cómo según Chaïm Perelman, a partir de una reinterpretación de cierta parte de la obra de Aristóteles, es plausible postular a la retórica como un modelo más adecuado para entender la filosofía.

Palabras clave: sofística, retórica, filosofía, racionalidad práctica.


Abstract

In the text the sofistica is presented as a precursor of practical philosophy, and is recognized as anticipatory of Aristotelian thought. The way in which this relationship is shown recognition of the primary role that it grants the special language and taking the form of discourses that seek to persuade, to rhetoric as a cornerstone of civic education as preparation for life public. This approach recognizes the importance of rhetoric for philosophy had its origins, and how another way of understanding outlining the rationale, not as theory but as a practice. Then he goes on to show how as Chaim Perelman, from a reinterpretation of some part of the work of Aristotle, it is possible to postulate to rhetoric as a suitable model to understand the philosophy.

Keywords: sofistica, rhetoric, philosophy, practical rationality.


Introducción

En la controversia acaecida entre Sócrates y Protágoras, en el famoso diálogo de Platón, se presentan de manera condensada, varios asuntos importantes para la historia de la filosofía. Asuntos cuyo valor trasciende el sentido general atribuido al texto, como el debate acerca de la posibilidad o imposibilidad de enseñar la virtud. Reconsiderar dichos asuntos puede hacer que la discusión clásica cobre nuevo valor, ayudar a pensar el lugar que ocupa la racionalidad práctica en la filosofía y, en consecuencia, asignar un nuevo estatus a las relaciones entre sofística, retórica y filosofía.

Nos encontramos, en primer lugar, con la conocida disputa entre los filósofos y los sofistas por el derecho a educar a los jóvenes, que se hace patente mediante la puesta en escena desplegada por Platón, y que adquiere la forma de un forcejeo entre dos autoridades, dos colosos del pensamiento, que si bien están dispuestos a tratarse con respeto, no lo están a conceder lugar de privilegio a su interlocutor.

Lo anterior, de hecho, plantea un problema inusual: estamos a acostumbrados a encontrar en muchos de los diálogos de Platón, uno o varios discípulos, así como otro tipo de interlocutores que se supeditan a Sócrates y entran gustosos en su maquinaria dialéctica, pero esto se debe, como recuerda muy bien Roland Barthes (1970), a que existe un vínculo erótico entre discípulos y maestro; pero no se puede pedir tal cosa a Protágoras, quien no se muestra dispuesto a someterse al procedimiento de Sócrates, razón por la cual se presenta el impasse.

Dicho impasse es revelador. Sócrates se exaspera porque Protágoras opone resistencia a su método de responder brevemente sus preguntas y Protágoras se encuentra molesto desde mucho antes, por tener que responder ceñido a la rigurosa conducción de Sócrates. Incluso, vemos cómo Protágoras dice claramente a Sócrates que no habría ganado la fama que tiene si hubiera accedido a discutir siguiendo los deseos de sus interlocutores, y cómo Sócrates, en contra de que Protágoras profiera largos discursos, manifiesta que según su criterio, la conversación entre personas en una reunión y un discurso dirigido al pueblo son diferentes.

En realidad, en ese impasse, aparentemente trivial, nos encontramos con una disputa sobre los métodos de razonamiento. Aunque a muchos les parezca natural, el reclamo de Sócrates no tiene en realidad nada de natural, se trata de una disputa metodológica legítima, que implica un forcejeo epistemológico y político entre dos tendencias filosóficas diferenciadas y, en principio, igualmente válidas.

Aún hay más. En tal discusión, aparecen circunstancias que suelen pasar inadvertidas, a saber: 1) En medio de la discusión se vislumbran dos lógicas incompatibles que no pueden ser armonizadas y que demandan sus propias reglas de juego. Y 2) En términos más generales, se perfilan dos maneras de concebir la filosofía: la primera, como metafísica, la segunda, como filosofía práctica.

Dos lógicas

En efecto, la dialéctica socrática no corresponde estrictamente a los razonamientos dialécticos distinguidos por Aristóteles, en oposición a los razonamientos analíticos. El estagirita define los razonamientos dialécticos como aquellos cuyas premisas están constituidas por opiniones generalmente aceptadas por todos, por la mayoría, o por los más notables e ilustres entre aquellos; y su fin es que el auditorio admita nuevas tesis a partir de las que ya reconoce; su objetivo es persuadir a sus oyentes. De allí que se trate de razonamientos que no pueden ser impersonales ni formales, con los cuales no se pretende alcanzar la verdad o demostrarla.

A su vez, continúa Aristóteles, los razonamientos analíticos, justamente, son impersonales y formales. Se trata de los silogismos o formas de razonamiento válido que posibilitan, establecidas determinadas premisas o hipótesis, inferir necesariamente determinadas conclusiones. En este caso, la inferencia es válida cualquiera sea la verdad o falsedad de las premisas, pero la conclusión sólo puede ser verdadera si las premisas son verdaderas.

Pues bien, el tipo de razonamientos que Sócrates desarrolla en el transcurso del diálogo tiende a ser, quiere ser, una suerte de silogismo. No obstante, no reviste aún el aspecto formal de los silogismos formalizados más tarde por Aristóteles. Sócrates, es decir, Platón, aspira a la verdad, quiere demostraciones; para él, la cuestión no es lo que Protágoras admita o lo que crean muchas otras personas. Se trata de despejar la verdad y por ello, su procedimiento consiste en desterrar el error mostrando que los razonamientos de su adversario son autocontradictorios. Como cuando dice:

Entonces, mi querido Protágoras, ¿cuál de nuestras dos afirmaciones vamos a abandonar? ¿La que asigna a cada cosa un solo contrario, o la que distingue entre la habilidad o capacidad mental y la sabiduría, la que hacía de cada una de ellas una parte de la virtud y que, no contenta con distinguir entre ambas, las declaraba desemejantes en sí mismas y en sus propiedades, como las distintas partes de un rostro? ¿Cuál, digo, hay que abandonar? Pues estas dos afirmaciones no concuerdan entre sí, no suenan igual ni tienen el mismo aire. ¿Cómo podían armonizarse entre sí, si, por una parte, una cosa no puede tener más que un solo contrario y no varios, mientras que, por otra parte, la necedad, que es única, parece tener a la vez como contrarios la habilidad mental y la sabiduría? (Platón, Protágoras, 332d/333d).

Estas exigencias, anticipan el rigorismo lógico formal que persigue eliminar la ambigüedad y aspira a la univocidad de los términos de un lenguaje artificial. Su modelo es el razonamiento geométrico; por eso, habla de demostraciones. Así mismo, como veremos más adelante, cuando Sócrates habla de la verdad está pensando no en algo que va emerger del diálogo, de la discusión, algo que se acuerda, sino en algo que existe de antemano y que se debe encontrar.

Sócrates ya conoce tal verdad cuando conduce el diálogo -un diálogo asimétrico por definición-, y piensa las relaciones entre las palabras, como relaciones necesarias, pues estas corresponden a un orden de lo real necesario; otra cosa es que los hombres las confundan por ignorancia. Entonces, si bien es cierto que Sócrates procede con argumentos -diríamos con Perelman (1997)- cuasilógicos, él, como más tarde lo harán Spinoza o Descartes, cree hacer demostraciones, opera con razonamientos dialécticos pero, aspira a construir proposiciones verdaderas.

Por el contrario, observamos que Protágoras, quien insiste en atender a las opiniones más respetables como punto de partida de su discurso, esboza también, avanzado el diálogo, otra lógica, en la que más que contradicciones insalvables pueden aparecer incompatibilidades.1 Una lógica que se corresponde con cierta visión del mundo que no apela a la garantía metafísica de un transmundo y que, ciertamente, no aspira a la verdad. Así, ante los apremios de Sócrates dice:

Sin duda alguna -repuso él-, hay alguna semejanza entre la justicia y la santidad; siempre hay semejanzas entre las cosas, de una u otra manera. Lo blanco, en cierto modo, se parece a lo negro, lo duro a lo blando, y lo mismo hay que decir de las cosas en apariencia más contrarias (…) Con tu forma de proceder, podrías demostrar, si lo quisieras, que todas son semejantes entre sí. Pero no se pueden llamar semejantes las cosas que tienen algún punto de semejanza, como tampoco se pueden llamar distintas, por lo demás las que difieren en algún punto, por muy débil que, por otra parte, sea su semejanza (Platón, Protágoras, 331c).

Sócrates parece no admitir la contradicción en la unidad, de ninguna manera. El asunto se hace más claro cuando, ante las reticencias de Protágoras a aceptar sus identificaciones, pasa a interrogarlo sobre la ciencia; le pregunta si cree, como la gente común, que quien tiene la ciencia puede estar gobernado por cosa distinta a ella, como las pasiones, el amor, el temor, o la tristeza:

¿Es esta también tu opinión sobre la ciencia, o bien, por el contrario, ves en ella una cosa bella, capaz de gobernar al hombre, de manera que el que conoce el bien y el mal se niega irrevocablemente a hacer nada contra las prescripciones de la ciencia, y que la sabiduría es para el hombre un punto de apoyo seguro? (Platón, Protágoras, 351e/353c).

Los dos coinciden en la valoración positiva de la ciencia y la reconocen como guía de la acción. Pero, en seguida, Sócrates insiste en identificar lo agradable o el placer con el bien, para mostrar que no se puede admitir que algo agradable sea al mismo tiempo malo, y se ocupa de combatir la idea de que la gente hace el mal vencida por el placer. Quiere mostrar que es absurdo, porque sería equivalente a decir que se ha escogido el mal vencido por el bien, lo cual significaría que el mal se ha impuesto porque el bien no ha merecido ser considerado. Con tal argumento, avanza hacia su idea fuerte de que se hace el mal porque se lo escoge. No obstante, insiste en que siempre es posible hacer un cálculo sobre las cantidades de placer o de bien y las cantidades de mal o sufrimiento lo mismo que sobre la proximidad y la lejanía de placeres o bienes. Finalmente, concluye que lo necesario es una ciencia o arte de la medida que asegure escoger bien entre el placer y el dolor:

Si, pues -repliqué- lo agradable es bueno, nadie, sabiendo o pensando que otra acción es mejor que la que él realiza y que es posible, querrá hacer la que lleva a cabo, siendo así que puede obrar mejor, y dejarse vencer es pura ignorancia, mientras que vencerse es saber (...) -Y además, ¿a qué llamas ignorancia sino al hecho de tener una opinión falsa y mentirosa sobre las cosas de valor?" (Platón, Protágoras,357d).

Filosofía como metafísica vs. Filosofía práctica

Sócrates termina afirmando que toda virtud es ciencia: el valor es ciencia, en cuanto es conocimiento de lo peligroso:

De forma que la cobardía será ignorancia de lo que es y lo que no es temible, ¿de acuerdo? (…) -De forma que el saber en lo que se refiere a lo temible y a lo no temible es el valor, supuesto que es el contrario de la ignorancia de estas cuestiones, ¿no es así? (Platón, Protágoras, 360c).

Así pues, su intelectualismo ético lo conduce directamente a reducir los asuntos prácticos, éticos y políticos, a un problema de conocimiento; por lo tanto, si conocemos no podemos actuar mal, si actuamos mal es por ignorancia. Pero, dicha concepción de lo ético expresa al mismo tiempo la centralidad de un pensamiento metafísico. La ciencia de Platón es una metafísica que descansa en la certeza del acceso a la verdad, en la evidencia, y que tiene un fondo místico muy poderoso.

El rechazo de Platón a la sofística y la retórica tiene que ver, no sólo con la circunstancia política de la decadencia de Atenas y el auge de tendencias regresivas, de las cuales los sofistas sin hígados o los nuevos sofistas son el síntoma más protuberante, sino también con la defensa de una postura metafísica que no puede aceptar como válida la existencia de un tipo de pensamiento, para el cual las cosas pueden ser y no ser al mismo tiempo. Dicho rechazo se hace más patente en el tipo de discurso que Platón le hace proferir a Sócrates, cuyo momento crítico se expresa, como dice Michel Meyer (1986), en forma de una crisis del lenguaje.

De hecho, el logos platónico es, como dice el discípulo de Perelman, un logos cerrado sobre sí, en el que la problematización no se encuentra en el centro del pensamiento, porque el preguntar socrático-platónico no es un verdadero preguntar, no es un indagar abierto sino el método para mostrar la verdad sabida de antemano por Sócrates. Porque si el preguntar estuviera en el centro -como un movimiento abierto e indeterminado del pensamiento- no habría lugar para la verdad metafísica, sino que, las verdades o aciertos de esa indagación, surgirían como fruto del diálogo, sin importar de cual interlocutor provenga la formulación más convincente, en algunas ocasiones bajo la forma de acuerdos, aunque no necesariamente.

No obstante, la dialéctica socrático-platónica no deja de ser, a pesar de las aspiraciones constrictivas de Platón, la manifestación o puesta en uso de un razonamiento informal que, en consecuencia, se encuentra anclado en un mundo social, tiene lugar entre personas, y cuya validez depende, en última instancia, de lo que los interlocutores estén dispuestos a aceptar. Con otras palabras, la socrática platónica no es sino un tipo particular de argumentación, y el criterio de todo discurso argumentativo es la búsqueda de la persuasión, sin importar la creencia de que el diálogo -con una o con pocas persona-, representa ventajas que aseguran una diferencia de naturaleza con respecto a los discursos pronunciados ante grandes auditorios; en ambos casos, lo que se pretende es persuadir o convencer, y no calcular o demostrar.

Retórica y razón práctica

Platón contrapone la búsqueda de la verdad a la persuasión; la dialéctica dirigida hacia un interlocutor a la oratoria dirigida hacia un gran público; pero también opone contemplación a vida práctica. Al final del Gorgias (Platón, 524b), Sócrates deja claro ante qué tipo de tribunal espera comparecer: ante uno de los tres hijos que Zeus ha destinado para juzgar las almas humanas -los otros dos son Minos y Radamanto- que: "cuando mueran harán justicia en la pradera, en la encrucijada de donde parten los dos caminos, el que conduce a las islas de los bienaventurados y el que llega hasta el Tártaro".

Este jurado divino se encargará de contemplar las almas desnudas de los hombres, desprovistas de todo atavío engañoso, para reconocer en ellas cuánto tienen de sanas y cuánto de enfermas y así asignar uno u otro castigo. Semejante tribunal se opone por completo a los tribunales humanos, susceptibles de ser engañados por las apariencias corporales de los acusados y por las declaraciones de los testigos falsos, así como pasibles de todo tipo de presiones por parte de los familiares y las amistades influyentes.

Así responde Sócrates a los consejos de Calicles, quien afirma que Sócrates es un hombre indefenso al no estar preparado para responder a las acusaciones de algún enemigo despiadado. Es cierto que Calicles es presentado como el portavoz de las ideas tiránicas, como un aristócrata que justifica las diferencias sociales como algo determinado por la naturaleza. No obstante, su preocupación tiene un sentido más importante: lo que exige Calicles a Sócrates es la preparación para la vida práctica y el ejercicio de la vida ciudadana. Pero Sócrates se niega a toda participación en la vida pública; además, afirma ser el único que practica una verdadera política, al insistir a sus amigos que luchen por llevar una vida piadosa y justa, que los aleje del castigo y los haga buenos ciudadanos, en cuanto se harán buenas personas.

Sócrates prefiere la conversación privada a los discursos y los debates de la plaza pública, no cree en la posibilidad de enseñar la virtud como prometen los sofistas. En cambio, asegura que el estudio de la filosofía, que enseña a buscar la verdad, a practicar la virtud y la piedad, es el único acreditado para formar buenos ciudadanos. Pero se advierte fácilmente que se trata de buenos ciudadanos en cuanto almas buenas, no en cuanto sujetos activos dedicados a la vida pública y, por lo tanto, a luchar por comprenderse e influenciarse mutuamente.

Así como la verdadera problematización no aparece, en consecuencia, la verdadera deliberación que precede a la acción también cede su lugar, y lo mismo ocurre con la acción. Si los asuntos éticos y políticos son problemas de conocimiento, que se resuelven si se aprende a calcular correctamente, no hay lugar para la deliberación. Los asuntos prácticos desaparecen de la escena y son refundidos dentro de todos los asuntos teóricos.

En última instancia, no se trata de atenerse a los tribunales humanos, a los cuales es preciso convencer, sino que, se debe vivir de un modo tal, que permita acceder a la contemplación directa del alma. Hay un desprecio por la vida práctica y una desfiguración de su ámbito al reducir sus asuntos a problemas de cálculo. Es cierto, por otra parte, que existe una fuerte perspectiva ética, tanto en Sócrates como en Platón, y que esta fundamenta sus actitudes políticas, pero, también es cierto que se trata de una ética privada muy estricta y fundada en una concepción religiosa2, lo cual contrasta con la perspectiva de un Protágoras, que se sitúa en el terreno de una ética para la vida pública y de inspiración no religiosa, que descansa en una confianza en la posibilidad de la mutua influencia entre los ciudadanos.

Los sofistas y la enseñanza de la virtud

El siglo V es una época de ilustración. El nuevo Estado democrático precisa incorporar a la vida política un número mayor de personas, de allí que debe procurarse un nuevo tipo de educación, que no parta de los viejos ideales aristocráticos y que no crea que la virtud es algo de la que sólo participan los que tienen sangre divina. Esta educación democrática se dirige, ante todo, a ciertos grupos de caudillos, encargados de ayudar a edificar el nuevo Estado. Ellos, dice:

"No debían limitarse a cumplir las leyes, sino crear las leyes del Estado, y para ello era indispensable, además de la experiencia que se adquiere en la práctica de la vida política, una intelección universal sobre la esencia de las cosas humanas" (Jaeger, 1992, p. 266).3

Partiendo de tal contexto, es posible aclarar cómo la disputa acerca de la posibilidad o imposibilidad de la enseñanza de la virtud no tenía en realidad ningún sentido en ese momento porque, como aclara Jaeger, la virtud se enseña, tiene que ver con la preparación de los ciudadanos para el ejercicio de la vida pública, y es algo que exige cultivo del intelecto y de la elocuencia:

Pero es históricamente incorrecto, e impide toda real comprensión de aquella importante época de la historia de la educación humana, sobrecargarla con problemas que sólo se suscitan en una época posterior de la reflexión filosófica. Desde el punto de vista histórico la sofística constituye un fenómeno tan importante como Sócrates o Platón. Es más, no es posible concebir a estos sin aquella. (Jaeger, 1992, p. 267).

En el comienzo, la sofística fue fundamental para la sociedad que la vio nacer, por tratarse de un arte que tiene todo que ver con el conocimiento de las cosas humanas, que posibilita la edificación de la vida en comunidad. Veremos cómo el cultivo del intelecto y del lenguaje común tiene un papel central en esa tarea.4 De modo que, los alegatos de Platón en contra de la sofística sólo tengan razón, en un sentido restringido, cuando se refieren a los sofistas decadentes de generaciones posteriores a la de Protágoras o Gorgias. El aserto de que no es posible enseñar la virtud y la idea de que la filosofía empieza justamente con la duda socrática sobre la posibilidad de su enseñanza, no tenían ningún sentido en la época clásica, en la que la areté reviste un sentido muy claro: es areté política, vista como aptitud intelectual y oratoria. Algo indispensable para la época. Por este motivo, la gente llama a los sofistas maestros de sabiduría, denominación que luego ellos mismos adoptaron. La virtud se enseña, tiene que ver con la preparación de los ciudadanos para el ejercicio de la vida pública, proceso que exige cultivar el intelecto y la elocuencia.5

Además, como explica Hegel, el siglo V es una época de ilustración y los protagonistas de esa primera ilustración son justamente los sofistas, quienes se encargan de preparar a los jóvenes para la elocuencia y también para el discernimiento crítico, razón por la cual provocan, como él lo expresa El griterío del sentido común:

La elocuencia supone, cabalmente y de un modo muy especial, que se destaquen en una cosa los múltiples puntos de vista, para hacer valer aquel o aquellos que guarden una relación con lo que reputamos como lo más útil o conveniente; es, pues, la cultura que consiste en destacar los diferentes puntos de vista del caso concreto, dejando por el contrario en la sombra los demás. (Hegel 1997, 14-15)

Contra lo que afirma Platón, la elocuencia es una techné, sólo que para Protágoras se trata de una techné distinta, no es como la de las profesiones pues tiene un sentido de totalidad y de universalidad:

Así como el don de Prometeo, el saber técnico, sólo pertenece a los especialistas, Zeus infundió el sentido del derecho y de la ley a todos los hombres, puesto que sin él, el Estado no podría subsistir. Pero existe todavía un estadio más alto de la intelección del derecho del Estado. Es lo que enseña la techné política de los sofistas. Que es para Protágoras la verdadera educación y el vínculo espiritual que mantiene unida la comunidad y la civilización humana (Jaeger 1992, 274).

El que esto pueda ser así depende de una disposición antropológica que fundamenta la concepción política y educativa de Protágoras. En la disputa acerca de la posibilidad o imposibilidad de enseñar la virtud, Protágoras presenta, en forma de mito, un conjunto de premisas que sustentan su convicción en la posibilidad de la enseñanza de la virtud. En ese sentido, el mito narrado por Protágoras es revelador, porque expresa muy claramente una postura política democrática, no aristocrática, de la virtud, que está en la base de su concepción de la educación y de la vida política.

El mito cuenta que cuando los dioses crearon los linajes mortales, confiaron a Epimeteo y a Prometeo la tarea de distribuir entre todos ellos, las distintas cualidades. Epimeteo, que era de pocas luces, insistió a Prometeo que le dejara realizar la tarea y que luego supervisara su trabajo. Entretenido en su tarea, Epimeteo distribuyó todas las cualidades entre las distintas razas mortales y cuando se dio cuenta, los humanos estaban desvalidos, desnudos, sin calzado y sin abrigo. Al darse cuenta Prometo, para impedir la desaparición de nuestra raza, robó la sabiduría artística de Hefesto y Atenea y el fuego y se los entregó a los hombres. Es decir, les concedió el don de la técnica y del trabajo (que hoy emparentaríamos con una racionalidad instrumental en el sentido positivo del término). Con esto aseguraba que pudieran sobrevivir, pero no pudo robar la política a Zeus -que incluye como parte suya el arte de la guerra-. Esto hizo que los hombres, por más que se esforzaran con todo su ingenio, perdieran las batallas contra los otros animales y sucumbieran a sus propios esfuerzos por asociarse y constituir ciudades, permanecieran dispersos, pues se mataban entre ellos.

El mito cuenta que al ver el peligro de su extinción, Zeus concedió a los hombres la virtud política (el pudor y la justicia) "para que en las ciudades hubiera armonía y lazos creadores de amistad" (Platón, Protágoras, 322b) y encomendó a Hermes que se las entregara. Puesto en esta situación, Hermes pregunta a Zeus:

¿He de distribuirlas como las demás artes? Estas se hallan distribuidas de la siguiente forma: un solo médico es suficiente para muchos profanos, y lo mismo ocurre con los demás artesanos. ¿Es esta la manera en que he de implantar la justicia y el pudor entre los humanos o he de distribuirlos entre todos?" "Entre todos dijo Zeus--, que cada uno tenga su parte en estas virtudes: ya que si solamente las tuvieran algunos, las ciudades no podrían subsistir, pues aquí no ocurre como en las demás artes (…).

[…] Por este motivo, Sócrates, los atenienses, así como los demás pueblos, cuando se trata de valorar el mérito en arquitectura o en cualquier otro oficio, solo a unos pocos hombres les conceden el derecho de formular una opinión y no toleran, como bien dices, ningún consejo de parte de los que no pertenecen a esta minoría; y repito que esto es muy lógico; por el contrario, cuando se trata de aconsejarse sobre una cuestión de virtud política, consejo este que abarca todo el campo de la justicia y el pudor, es lógico que dejen hablar a cualquiera, por estar convencidos de que todos deben tener parte en dicha virtud a fin de que sea posible la existencia de las ciudades. Ahí tienes Sócrates, la causa de este hecho (Platón, 322b).

El contraste entre esta concepción democrática de la virtud y la concepción aristocrática, que Platón representa, es fuerte. En ella reside la confianza de los sofistas en la posibilidad de su tarea: forjar una nueva ciudadanía. El mito también puede interpretarse como un discurso justificatorio en contra de las concepciones aristocráticas que fundan la virtud en asuntos de linaje, en la pertenencia a las grandes familias, si bien requerían un trabajo de esfuerzo y actualización como da testimonio Homero en su Ilíada.

El caso es que para los sofistas, en principio, todo hombre libre participa de la virtud política. Todo el pasaje puede interpretarse en un sentido filosófico más amplio así: no es suficiente contar con una racionalidad instrumental, que nos dota de ingenio para enfrentarnos a la naturaleza y nos permite construir nuestro propio nicho -la cultura-, hace falta un sentido ético y político, que nos capacite para la vida en comunidad, una racionalidad práctica.

Sobre esta base levantan los grandes sofistas como Protágoras su edificio educativo, que concede primacía al lenguaje. Aunque no sea posible enseñar las cualidades de un hombre de Estado: su buen tino o sentido de tacto, su previsión o su presencia de ánimo, cualidades que deben estar en todo líder político, no obstante, las cualidades para decir discursos convenientes y oportunos pueden ser desarrolladas. La facultad oratoria, que es puesta en el mismo plano que la inspiración de la musas a los poetas, reside, ante todo, en la capacidad de pronunciar palabras decisivas y bien fundamentadas en los momentos adecuados, tanto en la vida privada como pública. Pero, en el nuevo Estado democrático, las asambleas públicas y la libertad de palabra reclamaban una formación oratoria. En este contexto, es fácil comprender que, en la edad clásica, se denomine al político, simplemente, retórico u orador.

Para los sofistas, a diferencia de lo que ha predominado en la mayor parte de la filosofía, y antes de Aristóteles, el lenguaje no está concebido como forma de expresión individual o como algo que devela lo que es el hombre en un sentido metafísico, sino como algo determinante para su capacidad de actuar en sociedad. Ni mero soliloquio ni cálculo, el lenguaje es visto como manifestación de la racionalidad en sentido práctico. La racionalidad se manifiesta de manera muy importante en el ejercicio de la conversación y del debate.

El programa educativo de los sofistas6

Se trata, en realidad, de tres programas paralelos de enseñanza. Uno es un programa relacionado con contenidos, en el que se enseñan la ciencia y los conocimientos de la época, pero tenían otro programa que estaba dirigido a la estructuración del espíritu. Es ahí donde el lenguaje juega un papel central. Gramática, retórica y poética están ya en las preocupaciones del trabajo de los sofistas. Ellos son los precursores de lo que hoy denominamos lingüística. Es decir, quienes formalizan la estructura de la lengua griega lo mismo que de la poética, porque ellos son los que empiezan a sacar provecho de las grandes narraciones épicas con fines educativos conscientes, para usarlas como la materia fundamental de la enseñanza de las nuevas generaciones. Y de la retórica, que es por lo que se hicieron más famosos y que era el arte de la elocuencia, el arte de persuadir y convencer. Aquí está en ciernes, toda una perspectiva de la racionalidad práctica anclada en el lenguaje: gramática, poética y retórica.

Estas tres disciplinas tienen en común un elemento que es el lenguaje, pero entendido como algo decisivo para la reestructuración del espíritu. El espíritu se entiende en dos sentidos: como órgano a través del cual es posible referirse al mundo y aprehenderlo; y como estructura, pues, al hacer abstracción de todo contenido objetivo, el espíritu no sería una forma vacía sino algo que tiene una estructura interna, como un principio formal. El segundo es un sentido nuevo que aparece en ese momento. De allí que haya un programa para la formación enciclopédica y otro, para la formación del espíritu en sus diferentes campos.

Pero la educación formal de los sofistas no se relacionaba sólo con el intelecto sino que se refería a la totalidad de las fuerzas espirituales. En esto, se destaca en particular Protágoras, que concedía gran importancia a la poesía y a la música, para la formación de los niños y los jóvenes, y que pensaba que la música era determinante para promover la vida comunitaria armónica. Los orígenes de este tercer programa de formación sofista se hallan en la política y en la ética. Se diferencia de los dos anteriores, porque no considera al hombre abstractamente, sino como miembro de la sociedad.

Pero, para Protágoras, la verdadera educación empezaba cuando el joven salía de la escuela y se incorporaba a la vida política, a la vida del Estado y allí vivía con los demás, según los modelos de ciudadanía prescritos porlas leyes. Para él, la educación, en el sentido fuerte, era política. Se trata de los comienzos de la tradición republicana en política, de la primacía de las virtudes cívicas y de la preponderancia de la vida activa de los ciudadanos.

De acuerdo con lo aquí expresado, es preciso reconocer que la sofística representa, desde el comienzo, la posibilidad de que la filosofía adquiera la forma de una filosofía práctica, no metafísica, una filosofía en la que lo central sean los asuntos referidos a la vida pública, a la educación, a la ética y a la política. Es decir, la sofística indica el camino de un modo de hacer filosofía contrario al que se impondría bajo la égida de Platón. Pero, tal reconocimiento supone no sólo corregir el aserto tan difundido que atribuye dicho comienzo a la reflexión socrática, sino que también obliga a advertir que el modo como los sofistas encaran los asuntos prácticos, los sitúa más cerca de lo que hoy denominaríamos ética pública.

Por otra parte, al conceder toda su importancia al lenguaje y a la elocuencia y en especial, al discurso público, se ubican como los precursores de un tipo de racionalidad práctica (anclada en la retórica), que encontrará su forma más acabada en la obra de Aristóteles. En efecto, fueron los sofistas los primeros en perfilar una noción de razón vinculada directamente con el lenguaje y ante todo, con sus capacidades valorativas y comunicativas determinantes para la vida en comunidad. En ese sentido, los sofistas son precursores de la filosofía práctica aristotélica. Son sus antecesores más inmediatos.

La retórica en la obra de Aristóteles: entre los sofistas y Platón

En el Fedro, a diferencia de lo acaecido en el Protágoras, Sócrates se revela como un gran retórico, en tanto profiere bellos y convincentes discursos, y en cuanto aparece muy claramente, como un gran conocedor del arte de hacer discursos, como cuando critica aquel que pronuncia Lisias -crítica que no se centra solamente en el contenido sino que apunta a mostrar la incompetencia en el terreno de la composición y de la disposición-.

También es evidente su dominio de tal arte, en las formulaciones explícitas que presenta sobre la manera conveniente de componer discursos y sobre la necesidad de conocer el auditorio para lograr convencerlo. En este diálogo, se muestra más benévolo con los malos retóricos, quienes han aprendido algunas condiciones preparatorias, pero desconocen los verdaderos principios del arte retórico. Sócrates afirma que en la retórica, el conocimiento de los distintos tipos de almas humanas es esencial para componer los distintos tipos de discurso, según sus características. En definitiva, él reclama la necesidad de una retórica que busque el bien y la verdad, es decir, una retórica filosófica o hecha conforme a los dictados de la filosofía.

La retórica de Aristóteles se sitúa en una posición intermedia; parece querer realizar la exigencia de Platón, pero, en realidad, se trata de un desarrollo cualitativamente superior. Aristóteles precisa los ámbitos de la racionalidad y los instrumentos propios de cada uno; por eso es que distingue claramente entre razonamientos dialécticos y razonamientos analíticos. Se puede decir, en cambio, que Platón entrevé esa distinción, como cuando en el Fedro dice que hay cosas sobre las que estamos de acuerdo y otras, sobre las que no lo estamos. En el primer caso, toma como ejemplo el nombre del hierro o de la plata y en el segundo, lo justo o lo bueno (Platón, Fedro, 263c). No obstante termina reduciendo todo al mismo asunto, la búsqueda de la verdad. Además, sólo concibe un método único, un instrumento único, su dialéctica.7 De allí que para él, la retórica sólo es un medio de expresión, pero, en ningún caso, un medio de indagación legítimo.

En la obra de Aristóteles, la retórica aparece, ante todo, como una teoría de la argumentación, que se encuentra en un juego esencial, con la filosofía. Retórica y poética se oponen mutuamente -lexis retórica y lexis poética- (Ricoeur 2001), no obstante, son la contrapartida de la lógica formal, en cuanto se ocupan no de la verdad sino de lo verosímil. Las dos operan con el lenguaje común y se ven precisadas a lidiar con las dificultades propias de éste, con su ambigüedad inherente; sin embargo, saben encontrar en ello, su principal fuente de riqueza.

La retórica, como práctica y como teoría, es el arte de persuadir, de convencer, de influir en los demás a través del discurso. Sin embargo, como teoría es un instrumento de razonamiento que permite aclarar lo conveniente y, en consecuencia, hace posible decidir. Se convierte así, en parte constitutiva de la filosofía de Aristóteles, como mostró contundentemente Perelman, en una herramienta clave y propia de las disciplinas prácticas -la ética, la política, el derecho- que procuran encontrar lo preferible, cuando hay que tomar decisiones. En ese sentido, la retórica -como lógica no formal- es el organón de la razón práctica, así como la lógica formal es el organón de la razón teórica. A estos dos instrumentos corresponden los razonamientos dialécticos y los razonamientos analíticos, respectivamente.

Las verdades metafóricas y lo preferible según la Nueva Retórica

En este contexto, la noción de opinión adquiere un nuevo sentido, no se trata ya de la apariencia o de un falso conocimiento (como en Platón), sino de argumentaciones precedidas de la deliberación, que no pretenden alcanzar la verdad, en sentido teórico, sino encontrar lo preferible en las distintas situaciones que la vida práctica, privada y pública, nos plantea. Tiene que ver con el ejercicio de la racionalidad práctica. La propia filosofía tiene que ver con lo mismo, aunque en un plano más elaborado y sistemático.

La metafísica occidental, desde Parménides y Platón, pasando por Descartes y Kant, privilegia el despeje de la verdad como objeto de la filosofía; se opone a los sofistas y los retóricos que, según ella, tratan de hacer prevalecer opiniones variadas y engañosas. Perelman (2000 y 2009) toma partido por la retórica en la medida en que entiende, al igual que Ricoeur, que las verdades filosóficas no surgen de intuiciones evidentes. Más bien, son verdades metafóricas, argumentos que proponen una reconstrucción de lo real, modelos que permiten interpretar la realidad y ayudan a orientar la acción (Perelman 2006, 2009), por lo tanto, precisan de técnicas retóricas para hacerlos prevalecer.

Así, la filosofía es vista como un tipo de discurso razonable con el que se pretende encontrar argumentos universalizables. En este sentido, la filosofía busca trascender los ámbitos restringidos, propios de los auditorios particulares, y no intenta fundamentar sino argumentar. De este modo, la racionalidad práctica encuentra en el lenguaje común, por oposición a los lenguajes artificiales, su instrumento por excelencia para la construcción de opiniones razonables. Aristóteles consideraba que los hombres no sólo tienen voz, también logos. Este último, connotaba lenguaje, palabra, pensamiento o razón, argumentación; así mismo, se refería a valoración o estimación. En consecuencia, para el estagirita, el lenguaje situaba a los hombres en la posibilidad de valorar las cosas para tomar decisiones, asunto importante porque la vida de los hombres no es estable, entonces se está impelido a valorar y a tomar decisiones, ante los cambios que se presentan:

La razón por la cual el hombre es un ser social, más que cualquier abeja y que cualquier animal gregario, es evidente: la naturaleza, como decimos, no hace nada en vano, y el hombre es el único animal que tiene palabra. Pues la voz es signo del dolor y del placer, y por eso la poseen también los demás animales, porque su naturaleza llega hasta tener sensación de dolor y de placer e indicársela unos a otros. Pero la palabra es para manifestar lo conveniente y lo perjudicial, así como lo justo y lo injusto. Y esto es lo propio del hombre frente a los demás animales: poseer, él solo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, y de los demás valores, y la participación comunitaria de estas cosas constituye la casa y la ciudad (Aristóteles, Política, 1253a11-12).

Como puede apreciarse, existe un hilo de continuidad entre las preocupaciones de los sofistas y las de Aristóteles, si bien en Aristóteles aparecen bajo una forma más elaborada. Justicia y política, más aún, justicia y derecho están determinados por esa capacidad de valorar, de sopesar, de hacer estimaciones que el lenguaje posibilita. El logos incluye todas esas dimensiones sin las que no es posible la vida en sociedad, dimensiones que la retórica pone en primer plano y explota, y que son los rasgos característicos del discernimiento práctico.

Citas de pie de página

1. En El imperio retórico (1997), Perelman distingue contradicción de incompatibilidad. En efecto, muestra cómo en un sistema formal la aseveración de una proposición y de su negación constituye a una contradicción, lo que hace que dicho sistema sea incoherente, inutilizable, de allí que sea necesario modificar el sistema de modo que se impida aseverar ambas cosas a la vez. Mientras que no se impone tal solución a una contradicción afirmada en el lenguaje natural, lo que se acostumbra es acuñar algún distingo que permita interpretar de maneras distintas una misma expresión, como ocurre en el caso de la célebre frase de Heráclito "descendemos y no descendemos dos veces en el mismo río". La contradicción, en sentido estricto, conduce al absurdo, cuando no es posible escapar así acuñando algún distingo, esto ocurre por la univocidad de los términos, pero no es lo que sucede en el lenguaje ordinario porque nunca existe tal univocidad en este ámbito. Es por eso que, para estos casos, Perelman habla de incompatibilidad: "cuando una regla afirmada, una tesis sostenida, una actitud adoptada, conlleva -sin que uno lo quiera- un conflicto en un caso dado, sea con una tesis o una regla afirmada anteriormente, sea con una tesis admitida generalmente y a la cual uno, como todos los demás miembros del grupo, presumiblemente adhiere" (Perelman, 1997, p. 82).

2.Entre muchos lugares, es posible encontrar una expresión clara de dicha perspectiva en la famosa Carta VII (Platón, 336c) que, siendo un documento claramente político, exhibe de manera contundente un punto de vista ético anclado en la idea de una necesaria e indispensable reforma personal, así como en una creencia fuerte en las "antiguas y santas tradiciones" referidas al juicio y castigo de las almas después de la muerte (Platón, 335c).

3.A propósito es conveniente recordar que Nietzsche (2000), en su texto reivindicativo de la retórica, afirma que Pericles es producto de esta nueva educación. Esto es importante pues todos reconocen la labor fundamental de Pericles como estadista, como modelo de hombre justo, de hombre virtuoso, como paradigma de la ciudadanía.

4.Por otra parte, al menos en el caso de Protágoras, es claro como lo señalan (Dupréel 1948) y (Romilly 1997), que tenía una consciencia muy clara de la importancia del lenguaje en la formación del espíritu, tanto en sus aspectos formales -de allí que se le atribuyan los primeros estudios de gramática- como los arquitectónicos o discursivos bajo la forma de la dialéctica y la retórica, así como de la literatura

5.No obstante, todavía persiste una opinión negativa hacia los sofistas, motivada por la descalificación que una filosofía hecha oficial como la de Platón hizo de ellos. Una muestra muy elocuente de dicha descalificación la encontramos en el siguiente pasaje citado por Cappeletti: "En primer lugar, se encontró que (el sofista) era un cazador venal de jóvenes ricos…en segundo lugar, un acaparador de enseñanzas sobre el alma…; en tercer lugar ¿no se ha mostrado cual un mercachifle de estas mismas cosas?...; y en cuarto lugar, como vendedor de las doctrinas por el mismo creadas…; en quinto lugar…venía a ser una especie de atleta de la lucha en torno a los discursos, que se hubiesen apoderado del arte de la disputa…; en sexto lugar, algo sujeto a discusión, pero que, con todo, hemos convenido en que purifica el alma de las creencias que impiden el aprendizaje" ( Cappeletti, 1987, p. 18).

6.En todo este apartado, sigo lo dicho por Jaeger en el capítulo sobre los sofistas de su Paideia (1994).

7.Desde una postura crítica como la de Perelman, no existe una diferencia esencial entre la dialéctica y la retórica, en cuanto que, en ambos casos, se trata de discursos argumentativos que buscan persuadir a su auditorio, sólo que la dialéctica socrático-platónica privilegiaba los discursos que estaban referidos a uno o a unos pocos interlocutores y por eso, puede apelar fácilmente, a la técnica de la controversia, mientras que, para el mismo autor, la retórica estudia todo tipo de discursos que quieren persuadir y que están dirigidos a los más variados tipos de auditorios, incluido uno mismo, la humanidad entera o cualquier tipo de auditorio particular, e incluye todo tipo de técnicas discursivas (Perelman 2009, 34-35).


Referencias

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